¿Es necesario sufrir para morir? La medicina, contra el dolor

En nuestra cultura se habla poco de la muerte, un tema que se evita: «Nuestro amigo se fue», se dice. Por la misma causa pero en menor medida se hace difícil decir claramente que queremos morir sin sufrir, que tememos al sufrimiento y que es preferible morir que vivir con dolor insoportable. ¿Es misión de la medicina ayudar a morir bien y sin dolor? Parece que sí. ¿O no?

El ejercicio de la medicina para el bien del enfermo ha cambiado mucho en estos últimos cincuenta años. Uno de los cambios fundamentales ha sido el que se conoce como la medicina basada en la evidencia o en la prueba. Actualmente sólo se acepta que la práctica médica se fundamente en aquello que está suficientemente probado y no se acepta que el ejercicio se base en la inspiración, la buena voluntad, las impresiones, la tradición o cosas parecidas. Solamente se puede aplicar lo que ha quedado suficientemente probado y si se demuestra que algo no va bien se debe abandonar.

Otro cambio, otro grande avance en el que todavía hay mucho a mejorar ha consistido en la determinación –muy clara por parte de los médicos y de la enfermería– de combatir decididamente el dolor de los pacientes. Un comportamiento que como se puede comprender es muy importante a la hora de morir. Tenemos que poder morir sin dolor o con el mínimo dolor posible. Dolor de todo tipo: espiritual, mental y corporal.
En nuestra cultura de raíces cristianas la ideología religiosa ha tenido un peso notabilísimo construyendo ideas sobre el dolor y de sí lo teníamos que aceptar o no. Durante muchos siglos la consideración sobre el dolor, como sobre la mayoría de cuestiones importantes, ha estado determinada y dominada por ideas o ideologías que no siempre han sido favorables para la vida humana. Desde el siglo XV, desde el Renacimiento, una parte de la ideología ha ido cambiando y, poco a poco, con sacrificios y dificultades, la humanidad ha ido aprendiendo que la vida de las mujeres y de los hombres era más importante que las ideologías. Dicho de otra forma, desde el siglo XV las ideologías que eran favorables al dolor o que no permitían combatirlo de manera decidida han ido perdiendo valor porque la voz de las personas que no querían sufrir ya no se podía dejar de escuchar cómo había pasado durante la edad antigua y media.
Por fin hoy día entendemos y aceptamos –así lo piensan muchos cristianos– que Jesús no quería sufrir, no quería la cruz. Murió torturado para evitar traicionar su mensaje, pero hubiera querido acabar de otra forma. Fueron teólogos y eclesiásticos posteriores a él los que relacionaron redención y dolor, pero esta no era exactamente la teología de Jesús. El Dios de Jesús no pide el dolor para salvarse, con la contrición y la enmienda hay bastante, pero el Dios del apóstol Pablo, más próximo al Dios terrible del Antiguo Testamento, reclama el dolor para la salvación empezando por el martirio expiatorio de Jesús.
Precisamente, Jesús, según mi opinión, fue de todos los grandes personajes conocidos el religioso más atento al dolor de la humanidad. Él siempre se dolía del dolor de los otros, de todo tipo de dolor, e intentaba aportar remedio y si no podía, consuelo. Los médicos creyentes que no son lo bastante sensibles al dolor de los pacientes harían bien al examinar de nuevo esta actitud de Jesús. Nos harían un favor a todos y contribuirían a extender la decisión de combatir siempre el dolor.
En nuestro siglo el mejor ejercicio de la medicina se fundamenta, primero, en la capacitación científica y técnica del médico y después en el respeto y la compasión por el enfermo. Del respeto y la compasión se deriva la enemistad que el médico debe tener contra el dolor ya que la inmensa mayoría de pacientes no quieren sufrir. Como el médico tiene que combatir el dolor no me fío de los colegas que no lo combaten decididamente o son conniventes. Yo no los quiero como médicos para mí.
En mi libro sobre la felicidad y el dolor, en el último capítulo, dedicado a la muerte, escribía: “Cuando estamos bien o bastante bien no deseamos morir, y en esta situación sentimos y pensamos que la muerte es inoportuna, pues como ya se ha dicho la afección , el apego, a la vida es fuerte. Cuando no estamos bien porque sufrimos algún tipo de dolor, solemos esperar a que cese o disminuya para poder seguir viviendo de la mejor manera posible. Al contrario, cuando el sufrimiento es muy intenso y tenemos la seguridad de que este dolor no va a remitir, deseamos morir pronto.
La mayoría de enfermos terminales, si el dolor y otros síntomas corporales, también dolorosos, como el ahogo, están controlados y no son demasiado intensos, desean seguir viviendo aunque solamente sea unos días o semanas; la situación suele cambiar cuando el paciente siente que su sufrimiento se intensifica y asume que el tiempo no va a mitigarlo. El cansancio de vivir con un dolor que ya no tiene remedio origina el deseo de descansar. Poder descansar suele ser el último de nuestros deseos”. Actualmente la medicina paliativa, bien implantada en Catalunya, dedica todos sus esfuerzos a evitar que los enfermos sufran innecesariamente al final de la vida cuando ha llegado la hora de morir.



Artículo publicado en La Vanguardia

¿Es necesario sufrir para morir? Atención paliativa

El 75% de la población de nuestro país muere a causa de una o varias enfermedades crónicas progresivas, y alrededor de 100.000 personas las padecen de manera simultánea. Sus causas más frecuentes son la combinación de condiciones como la fragilidad avanzada y varias enfermedades crónicas, el cáncer, las neurológicas progresivas (fundamentalmente, demencias), y las llamadas insuficiencias orgánicas (cardiaca, respiratoria, renal…). Cursan con deterioro progresivo, síntomas múltiples, frecuentes crisis de necesidades de todo tipo (físicas, emocionales, sociales…), y algunas de las que definimos como esenciales (espiritualidad, dignidad, autonomía, afecto, esperanza…) y que generan impacto emocional y sufrimiento, y una alta necesidad y demanda de atención, con uso frecuente de recursos sanitarios.

El final de la vida es una experiencia personal siempre difícil, y requiere una atención orientada a favorecer la adaptación emocional al proceso de pérdidas, apoyar a la familia, y crear unas condiciones de soporte y organización que respondan a las necesidades y demandas de pacientes y familias. Entre los instrumentos de la atención paliativa, el control efectivo de síntomas como el dolor es un paradigma de la buena atención, y disponemos de metodología muy eficaz para controlarlo en la mayoría de casos. El apoyo a la familia incluye la promoción de la capacidad cuidadora, la adaptación a la pérdida y la prevención del duelo complicado. También hemos ido avanzando en la resolución de la mayoría de dilemas éticos del final de la vida, aplicando principios de buena praxis y sentido común. En nuestro país hay experiencias sólidas consolidadas de excelencia de la atención paliativa, de las que Catalunya es un referente mundial.

Los principios de una atención paliativa forman –y deben formar– parte de la esencia de la medicina, asociando una competencia profesional sólida a valores como los de la compasión y el compromiso con los pacientes y sus familias, la comunicación efectiva, la capacidad de trabajar en equipos multidisciplinares, y una organización orientada a los objetivos de los pacientes y familias. Con una buena combinación de todos ellos, se puede alcanzar una atención de excelencia y de ética de máximos, que alivie el sufrimiento, que permita que el siempre complejo proceso de morir se viva dignamente, de acuerdo con los valores y preferencias de cada uno. La práctica de la atención paliativa da sentido profundo a la medicina, combinando los avances en tecnología con los mejores valores de nuestra tradición humanista.

Artículo publicado en La Vanguardia

El patriarca budista, líder supremo del budismo en Tailandia

En el año 2012 la Conferencia Mundial Budista lo nombró Santidad Suprema
En un país donde el 95 por ciento de la población es budista practicante, la muerte del líder supremo espiritual es algo más que el fallecimiento de una autoridad religiosa. Este ha sido el caso de la defunción de Somdet Phra Nyanasamvara, el patriarca del budismo tailandés, que murió el 24 de octubre en el hospital Chulalongkorn de Bangkok, a la edad de 100 años, debido a una infección sanguínea.

Tras conocerse su muerte, la policía del país pidió a bares, discotecas y otros lugares de ocio que no organizaran conciertos, ni bailes durante dos semanas, en señal de respeto. El Gobierno ha pedido a los funcionarios y a la población general guardar un mes de luto.

Y el propio rey de Tailandia, Bhumibol Adulyadej, quien pasó una temporada como monje bajo la guía de Nyanasamvara, ordenó 30 días de luto en el Palacio Real y encomendó que los restos del patriarca budista descansaran en el templo Bowon Niwet de la capital.

Charoen Gajavatra, que era su nombre real, nació el 3 de octubre de 1913 en la provincia de Kanchanaburi, en el oeste de Tailandia. Pronto se quedó huérfano de padre, por lo que su madre se tuvo que hacer cargo de él y de sus dos hermanos.

A los 14 años, ingresó como novicio en un monasterio, debido a una promesa que había hecho su madre tras recuperarse de una enfermedad, según el periódico Bangkok Post. Y un año después, ingresó en el templo Bowon Niwet de Bangkok. Allí prosiguió sus estudios en el idioma pali de las escrituras budistas y fue ordenado monje en 1933, al cumplir la mayoría de edad.

En 1946, se convirtió en el secretario privado del anterior patriarca supremo y diez años más tarde, con 43 años, fue nombrado guía espiritual del actual monarca tailandés, Bhumibol Adulyadei, durante el periodo que adoptó los hábitos en Bowon Niwet. Una tradición en la monarquía tailandesa, que señala que el futuro rey tiene que servir como monje antes de acceder al trono.

A lo largo de su vida monacal fue recibiendo títulos honoríficos, que pasaban también a engrosar su nombre propio, hasta que en 1972 recibió el de Somdet Phra Nyanasamvara. Un título especial que no se había concedido a un monje tailandés en más de 150 años,. Un paso previo para que en 1989 fuera nombrado Patriarca Supremo budista de Tailandia (Sangharaja, o Señor de la Sangha) por los reyes de Tailandia.

Autor de numerosos libros y reconocido por su labor en la construcción de escuelas y templos en las zonas rurales de Tailandia, Nyanasamvara tuvo que dejar en 1999 sus obligaciones en el Consejo de la Sangha (el organismo que supervisa las órdenes budistas en el país), por problemas de salud. Tres años más tarde ingresó en el hospital de Chulalongkorn de Bangkok, donde permaneció hasta el día de su muerte.

Su retiro no fue óbice para que en el 2012, la Conferencia Mundial Budista Suprema, le rindiera un último homenaje y le nombrara Santidad Suprema del mundo budista.

Artículo publicado en La Vanguardia.

¿Necesitamos creer? Las funciones de la religión

La historia del ser humano no puede ser entendida sin hacer referencia a la religiosidad o espiritualidad. Pero ¿es necesario creer? ¿Creer en algo es un rasgo inherente a la persona o viene impuesto desde fuera? Y, por último, ¿los que viven acompañados de esa espiritualidad son distintos de los que no profesan ninguna creencia?

Las funciones de la religión
Para qué sirve la religión? Las genuinas preguntas filosóficas son sencillas de formular. Tampoco resulta difícil darles una respuesta. Otra cosa –la verdaderamente dificultosa, sólo al alcance de los auténticos genios– es fundamentar la solución. Esto se cumple perfectamente en la cuestión de si necesitamos la religión o de qué aporta a la existencia humana la fe en lo sobrenatural.

Numerosos pensadores, coincidentes en la radical falsedad e irracionalidad de las creencias y prácticas religiosas, reconocen, sin embargo, funciones a la religión. Todos ellos practican la filosofía de la sospecha, se apuntan al método genealógico consistente en admitir que las cosas no son lo que parecen y que, por consiguiente, hay que desenmascararlas, arrancarles su disfraz, mostrar a la luz su verdadero rostro. Son partidarios acérrimos del principio reduccionista que sentencia que tal o cual cosa no es más que… De este modo se han propuesto distintas funciones desempeñadas por las religiones para, a continuación, equiparar su esencia con esta función. Se ha sugerido que la religión no es sino el fundamento de las normas morales, el yo social extrínseco interiorizado, las tablas sinaíticas de la ley ancladas en la personalidad de cada uno. O quizá la religión se identifique con la garantía del orden social vigente. Tampoco ha faltado quien en la religión ha visto una ciencia incipiente, un bosquejo de explicaciones de los inquietantes fenómenos naturales. Auguste Comte, fundador a la par del positivismo y del totalitarismo, augura la sustitución de la fase religiosa de la humanidad por su fase científica o positiva, tras el breve interregno de la metafísica. No faltan planteamientos más audaces. Para Freud, Dios ocupa el puesto del padre perdido y garantiza un menguado consuelo ante las incertidumbres de la existencia. Ya había adelantado Feuerbach que la cuna de Dios yace en la tumba del hombre.

Nadie niega que estos análisis funcionalistas de lo religioso tienen parte de razón. La religión cumple estas y otras muchas funciones. Sus utilidades son múltiples. En una época en que nos hemos acostumbrado a instrumentos multiusos no puede extrañarnos que algo tan constante en la historia humana cumpla también finalidades muy distintas. Pero el funcionalismo se aventura más allá de encontrar usos distintos a instituciones sociales y creencias. Identifica, sin más, la función descubierta con la esencia del fenómeno. La religión no es más que… Si la religión no es más que el fundamento del orden moral o social, si no pasa de ser una deficiente explicación de lo incomprensible, o un fenómeno de transferencia en una personalidad neurótica y narcisista, entonces la función que hasta ese momento cumplía se desvanece. Por ejemplo, si no hay Dios de quien provenga la legitimidad del poder absoluto, este se muestra como injustificado. La religión sólo sustenta el orden social si es vivida como algo más que su apoyo. Pero, además, al despojar a la religión de su índole propia, el método genealógico aboca al agnosticismo o al ateísmo.

Para los maestros de la sospecha, el ser humano no precisa de la religión, o no la necesita de modo esencial, de forma que las funciones que históricamente ha desempeñado pueden delegarse en otras instituciones sociales y creencias. Para el indiferente, la religión es superflua. Al agnóstico, la finitud del mundo le basta; no añora otras realidades externas al mundo conocido. Las insatisfacciones de este universo, los reveses de su existencia, su limitación y la propensión a la maldad que descubre en su interior, reclaman ciertamente correcciones, pero son mejoras dentro de la finitud. El agnóstico busca perfeccionar este mundo, no sustituirlo por otro radicalmente diferente. Incluso deseará atrasar su muerte, evitar que le sorprenda, pero no anhela eliminarla. Puede pasarse sin religión y, si en alguna ocasión la fomenta, es exclusivamente para las masas.

Pero hay otros seres humanos que viven de un modo totalmente diferente el fenómeno religioso. Se ahogan en la finitud. Su corazón ansía algo que no es de este mundo. No aspiran a limitar la imperfección, reducir la maldad o aplazar la muerte, sino a eliminarlas. Desean lo totalmente otro, que nada de este mundo puede proporcionar. Ansían entrar en relación con una realidad de la que no podrán apropiarse, decir en ningún sentido es mía. El deseo de lo absolutamente otro no viene precedido de una carencia, de la necesidad de restablecer una unidad perdida. La persona religiosa no aspira a un retorno, sino a lo inesperado, a lo que no cabe prever. El deseo vehemente de Dios, centro de la vida de la persona religiosa, es tal que lo deseado no lo calma, sino que lo ahonda. En esta perspectiva, la religión identificada con el anhelo de la alteridad absoluta no cumple ninguna función o, mejor, no se identifica con ellas. Es el latido mismo de la existencia.

Artículo publicado en La Vanguardia.

Kant: cosmos, evolución, cerebro

kantUna de las expresiones más famosas de Kant dice: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. (…) La primera (…) aniquila, por así decir, mi importancia como ser criatura animal que tiene que devolver al planeta (sólo un punto en universo) la materia de donde salió después de haber sido provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad, incluso de todo el mundo sensible» (Crítica de la razón práctica).

Hoy sabemos bastante más de estas «dos cosas», pero la admiración que despiertan se mantiene viva, quizás incluso más que en los tiempos de Kant. Tanto la cosmología como la ética y el comportamiento humano -hoy vinculados a la evolución y a las neurociencias- resultan mucho más fascinantes que hace tres décadas. Las dimensiones del cosmos y de nuestros cerebros se han hecho mucho mayores y complejas que lo que se creía en los tiempos de Kant.

1. El cielo estrellado. Cosmología. La parte principal de la energía del universo, nos dicen hoy los investigadores de este ámbito, está vinculada a un vacío cuántico del que todo deriva. De entrada, eso parece bastante antiintuitivo. Pero sólo lo es si nos mantenemos en las perspectivas de la física clásica y, sobre todo, de las «intuiciones» de nuestros cerebros. Unos cerebros que no dejan de ser unos productos macroscópicos generados por la evolución de la vida en este planeta perdido que orbita en una estrella vulgar de una galaxia. Y estos cerebros no intuyen nada bien aquello de lo que nos habla la física cuántica, una teoría que se ha revelado muy exacta y con muchas aplicaciones prácticas, pero que se escapa de nuestra imaginación visual. La cosmología actual sigue profundizando en el proceso de «descentramiento» de los humanos, no sólo sobre la posición que ocupamos en el cosmos, sino también sobre las ideas que tenemos del mundo. Podemos ver este descentramiento en cinco etapas: 1) un universo geocéntrico, 2) un universo heliocéntrico, 3) un universo relativista que relaciona la materia y espacio-tiempo, 4) un universo cuántico (principios de superposición y entrelazamiento), y 5) un universo cuántico en proceso de expansión acelerada que contiene materia y energía oscuras. Las fluctuaciones cuánticas de la energía del vacío serían el origen del universo (o multiversos). Conclusiones sorprendentes y magníficas.

2. La ley moral. Filosofía, evolución, neurociencias. Kant ha pasado a la historia como uno de los principales filósofos de la moralidad. Sin embargo, pertenece a un tiempo anterior a la revolución darwinista, la genética, la primatología y las neurociencias, las cuales inciden en la concepción que hoy tenemos de la moralidad de los humanos. Probablemente hoy Kant reformularía las versiones «universalistas» de la moralidad que tienden a desterrar el emotivismo, el pluralismo y la vinculación de los humanos en el «mundo sensible». Hoy sabemos que nuestros cerebros son fruto de presiones evolutivas orientadas a la supervivencia; cerebros que «saben» muchas más cosas que nosotros (Leibniz ya señaló la importancia de las percepciones inconscientes para explicar el comportamiento humano); sabemos que nuestra conciencia es menos eficiente en términos energéticos que los circuitos inconscientes, pero nos aporta flexibilidad práctica; que nacemos con programas especializados para «estar en el mundo» a través de miles de módulos neuronales que luchan entre ellos; que la conciencia no interviene mucho en nuestras decisiones cotidianas, o que las emociones tienen un papel clave en las decisiones morales.

La epistemología, en cambio, ha radicalizado aquello que Kant sugirió hace más de dos siglos: lo que captamos del mundo es una construcción de nuestros cerebros, incluidas las percepciones del tiempo o de las ondas electromagnéticas que denominamos «luz». El cerebro ejerce un papel activo en la construcción de «nuestra realidad». «Pensar» es una actividad situada a menudo más allá del control cognitivo consciente. Es decir, no es sólo que estemos condenados a «pensar sin conocer» sobre determinados objetos (el mundo, el alma, Dios), como comenta Kant en la «Dialéctica trascendental» de la Crítica de la razón pura, sino que también «conocemos sin pensar» -conocimientos de origen evolutivo anteriores al lenguaje y a la humanidad-. Una humanidad que, como Kant intuyó, está programada para la interacción social, pero desde una insociable sociabilidad (¡otro concepto kantiano magnífico!): a menudo queremos ser sociales, queremos llegar a consensos, pero nuestra naturaleza quiere otras cosas. Lo dice el actor-rey de Hamlet: «Nuestros pensamientos son nuestros. Los propósitos de nuestros pensamientos siempre van por su cuenta» (A3, E1).
La conclusión es que lo que consideramos «real» y lo que consideramos «humano» se ha movido de sitio, se ha transformado. A Kant probablemente le hubieran entusiasmado los conocimientos actuales de cosmología, evolución y neurociencia.

Artículo publicado en La Vanguardia.

¿Necesitamos saber de religiones? El Estado laico y la religión

A pesar de los augurios de muchos intelectuales del siglo XX, las religiones no han desaparecido, al contrario; su influencia es creciente y están presentes en graves enfrentamientos e incomprensiones planetarias. ¿Sabemos de religiones lo bastante como para comprender el mundo en que vivimos? ¿En un Estado laico, el conocimiento académico de la religión es prescindible?

El Estado laico y la religión
La religión en la escuela es una de las asignaturas pendientes para lograr ese pacto educativo que tanto necesitamos. A pesar de que la educación es la mejor inversión para salir de las diversas crisis que nos angustian a medio y largo plazo, es desoladora la incapacidad para alcanzar consensos de largo alcance más allá de intereses partidistas y posturas excluyentes o impositivas que a menudo son la herencia visceral de nuestra torturada historia.

Por desgracia este asunto reactiva cíclicamente el enfrentamiento cultural e ideológico entre la España del confesionalismo nacionalcatólico y la España del laicismo excluyente de la religión y las comunidades religiosas como culturas públicas e institucionales. Sin embargo existe una tercera España laica donde convergen ciudadanos diversos que intentan construir un espacio público habitable para todos y activar el diálogo y la acción colectiva para superar los conflictos y lograr objetivos comunes. Como ha señalado con lucidez el sociólogo Rafael Díaz-Salazar, tenemos la oportunidad histórica de poner fin al cainismo hispano y de construir una España laica y plural donde el arco iris de culturas públicas cultive la amistad cívica entre ciudadanos diversos.

La enseñanza de la religión en la escuela debería darse de modo que fortaleciera y afianzara esa España laica acorde con el modelo de Estado que propone nuestra Constitución y con la realidad social multicultural y multirreligiosa del siglo XXI. A pesar de los augurios de muchos intelectuales del siglo pasado las religiones no han desaparecido. Su influencia en la configuración de identidades personales y colectivas y en la relación o el enfrentamiento entre individuos y pueblos es creciente. Las religiones, especialmente los movimientos de emancipación y de diálogo ecuménico e interreligioso dentro y fuera de las mismas, son un activo muy valioso en la construcción de una ciudadanía cosmopolita.

En este contexto un conocimiento vivo y científico del hecho religioso que capacite para la interpretación de la realidad y la reflexión crítica y autocrítica, la elaboración de respuestas personales bien fundamentadas, el diálogo y la deliberación conjunta entre personas con convicciones religiosas –también ateas o agnósticas– diferentes, es útil y necesario. Ahora bien, la apuesta por la laicidad implica replantear qué significa enseñar religión en la escuela: su finalidad, contenidos, modos de evaluación y profesorado cualificado para impartirla. Supone diseñar y ensayar nuevas fórmulas para lo que puede ser de muy útil conocer la experiencia de otros países –todos los europeos excepto Francia– en los que la enseñanza de la religión está presente en el sistema educativo.

¿Y qué aporta la ley orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (Lomce), séptima reforma educativa de la democracia, en este ámbito? La religión confesional se mantiene, pero ahora como materia evaluable, equiparándola con las demás a todos los efectos. Se regula como asignatura alternativa Valores Sociales y Cívicos en primaria y Valores Éticos en secundaria. En esta propuesta la Ética desaparece como asignatura troncal, lo que constituye un grave retroceso, especialmente en un momento de crisis de valores en el que el desarrollo de una ciudadanía lúcida, crítica, activa y con convicciones éticas fuertes es imprescindible para la regeneración democrática.

Este modelo consagra la segregación de los alumnos en función de sus opciones religiosas, ya que sólo ofrece la opción de una formación confesional católica, islámica, judía o evangélica, y priva a todos de ese espacio racional común que permite la Ética, una disciplina que les prepara para el diálogo y la deliberación conjunta sobre los grandes asuntos morales.

En cuanto a la opción religiosa confesional, contenidos, programas y selección de profesorado serán realizadas por las autoridades religiosas en cada caso. A la luz de lo expuesto es obvio que la Lomce, a pesar de las pequeñas mejoras que introduce –como acabar con el absurdo de una asignatura no evaluable–, no aborda las cuestiones de fondo ni los nuevos retos.

Dice Martha Nussbaum que la educación no puede centrarse exclusivamente en conocimientos útiles para crear renta. El abandono de la formación en artes y humanidades socava la democracia y la calidad de vida porque limita el desarrollo de capacidades vitales para producir ciudadanos reflexivos y creativos.

Considero que la enseñanza de la religión, adecuadamente planteada, también puede contribuir al desarrollo de la interioridad y de valores posmaterialistas, a la reflexión y el pensamiento crítico, a la conciencia de ser ciudadanos del mundo, a la capacidad de imaginar con compasión las dificultades del prójimo y, sobre todo, de darle sentido a nuestra vida.

Publicado en La Vanguardia.

¿Necesitamos saber de religiones? El respeto a la diversidad

Qué papel debe tener una enseñanza religiosa en un Estado laico y una sociedad plural? ¿Es realmente necesaria? La diversidad de respuestas va desde un laicismo que quisiera prescindir de toda referencia religiosa, a unas autoridades religiosas que quisieran controlar en exclusiva la enseñanza más o menos catequética de la religión.

Creo deseable una enseñanza religiosa que enriquezca la relación del estudiante con el pasado, el presente y el futuro. Una enseñanza sobre las religiones como grandes herencias culturales, fuentes de inspiración artística, de valores morales y de interpretaciones de la existencia,sin pasar por alto su frecuente papel como fuentes de conflictividad y de restricción de libertades civiles, en especial las de las mujeres. Eso ayudaría a entender el arte, la literatura, la historia: el pasado. Para entender mejor el presente, debería dar a conocer la diversidad de religiones –y de propuestas que prescinden de postulados trascendentes–, lo cual contribuiría a situar la raíz y el contexto de muchas noticias actuales. Respecto al futuro, debería proporcionar referencias orientativas que puedan resultar útiles en la posterior aventura vital del estudiante, enriqueciendo su libertad, ayudándole a evitar credulidades ingenuas o seguridades banales, y ahorrándole tener que partir de intuiciones individuales que redescubren –en balbuceante tono menor– ideas y experiencias formuladas con mayor profundidad y elegancia a lo largo de la historia.

Respecto a la perspectiva con que se aborde la diversidad, parece lógico que se dedique mayor atención a la religión o religiones más próximas, cuyo conocimiento contribuya más a interpretar el entorno, antes de pasar a ámbitos más lejanos. Esa enseñanza religiosa de énfasis cultural podría ser compatible con opciones confesionales –religiosas o laicas– de las diversas escuelas, tal vez graduando la extensión relativa de la presentación pero cumpliendo unos mínimos razonables en la presentación de la diversidad. Finalmente, el profesor debería ser suficientemente culto, acogedor y respetuoso con la diversidad y también suficientemente crítico, sin ridiculizar agresivamente aquello en lo que no crea. La auténtica formación religiosa debería, en fin, desarrollarse en las comunidades creyentes, y ser mucho más que un conjunto de informaciones y de prácticas rutinarias: convicción, compromiso, exploración, una posible forma de plenitud de vida.

Artículo publicado en La Vanguardia.

Snowden y el Papa

Edward Snowden encaja perfectamente en la visión de la persona moral del papa Francisco. La política democrática está, muchas veces, fuertemente influenciada por las creencias religiosas.

El papa Francisco cada vez se parece más a una ráfaga de aire fresco que sopla por las recámaras rancias de la Iglesia católica. Parece y se comporta como un ser humano normal. Usa zapatos en lugar de zapatillas de terciopelo rojo. Tiene buen gusto para la literatura: Dostoyevski, Cervantes. Y demuestra una actitud más humana hacia los homosexuales, aun si no se ha opuesto a la doctrina de la Iglesia sobre el comportamiento sexual.

Pero lo más sorprendente que ha dicho Francisco, en una carta reciente al periódico italiano La Repubblica tiene que ver con los no creyentes. Un no creyente está a salvo de los fuegos del Infierno, nos asegura el Papa, siempre y cuando el no creyente escuche a su propia conciencia. Estas son sus palabras exactas: «Escuchar y obedecer a la propia conciencia significa decidir ante lo que se percibe como el bien o como el mal».

En otras palabras, no necesitamos ni a Dios ni a la Iglesia para que nos digan cómo comportarnos. Nuestra conciencia es suficiente. Ni los protestantes devotos llegarían tan lejos. Los protestantes sólo descartan a los curas como un conducto entre un individuo y su creador. Pero las palabras de Francisco sugieren que podría ser una opción legítima descartar al mismísimo Dios.

La Iglesia católica no habría sobrevivido todo el tiempo que ha sobrevivido si no hubiera estado dispuesta a cambiar con los tiempos. La declaración del Papa ciertamente concuerda con el individualismo extremo de nuestra época. Pero, aun así, sigue siendo un poco desconcertante. Después de todo, un creyente cristiano, como lo debe ser el Papa, tendría que asumir que las cuestiones del bien y del mal, y cómo comportarse éticamente, son prescritas por la doctrina de la Iglesia y los textos sagrados. Los cristianos creen que sus opiniones sobre lo que está bien y lo que está mal son sagradas y universales, y esa moralidad es una búsqueda colectiva.

No sé si Edward J. Snowden, el exempleado de inteligencia norteamericano que expuso secretos oficiales en protesta contra el espionaje que hace su Gobierno de sus ciudadanos, es cristiano. Tal vez sea ateo. Sea como fuera, encaja perfectamente en la visión de la persona moral del nuevo Papa. Snowden dice haber actuado de acuerdo con su conciencia, para proteger «las libertades básicas de la gente en todo el mundo».

Su opinión del bien colectivo era enteramente individual.

Tal vez en una era secular el comportamiento ético no tenga otra base que la conciencia propia. Si los textos sagrados ya no pueden mostrarnos la diferencia entre el bien y el mal, tendremos que decidir por nosotros mismos. La democracia liberal no puede ofrecer la respuesta, tampoco pretende demostrar que sí puede hacerlo. No es más que un sistema político destinado a resolver conflictos de intereses, legal y pacíficamente. Los temas vinculados a la moralidad y al significado de la vida la exceden. Pero la política democrática puede estar, y muchas veces lo está, fuertemente influenciada por las creencias religiosas. La mayoría de los países europeos tienen partidos políticos democristianos. Israel tiene sus partidos ortodoxos. La política norteamericana está saturada de doctrina y símbolos cristianos, sobre todo -pero no excluyentemente- en la derecha. Los musulmanes intentan inyectar su fe en la política, muchas veces de modos no liberales.

Luego están las ideologías políticas seculares, como el socialismo, que tienen un fuerte componente ético. Los partidos socialistas y comunistas, no menos que la Iglesia católica, tienen opiniones firmes sobre lo correcto y lo incorrecto, y sobre qué debería ser el bien colectivo. De hecho, la democracia social en muchos países está arraigada en el cristianismo.

Y, sin embargo, a pesar de la enorme victoria que obtuvieron los democristianos de la canciller alemana Angela Merkel en las recientes elecciones de Alemania, el cristianismo es una fuerza que se desvanece rápidamente en la política europea. Y la influencia de los partidos de izquierda se está extinguiendo aún más rápido. Gran parte de lo que quedaba de la ideología socialista desapareció a finales de los años ochenta con la caída del imperio soviético.

Lo que surgió desde los levantamientos sociales de los años sesenta y los big bang financieros de los años ochenta es un nuevo tipo de liberalismo que no sólo carece de una base moral clara, sino que también considera que la mayoría de las restricciones del gobierno son ataques a la libertad individual. En muchos sentidos, ya no somos ciudadanos, sino consumidores. El comportamiento descontrolado, tanto personal como financiero, del ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi lo convirtió en el político perfecto para la era neoliberal.

¿Podría haber nuevas maneras de establecer una base moral para nuestro comportamiento colectivo? Algunos utópicos creen que internet lo logrará creando un espacio donde nuevas redes de ciudadanos transformen el mundo. Considerando que los medios sociales se pueden utilizar para movilizar a la gente a favor de buenas causas, hay algo de verdad en esto. Miles de idealistas chinos, inspirados por blogueros y medios sociales, ayudaron a sus compatriotas después de un terremoto reciente, a pesar de que su gobierno estaba acallando las noticias.

Pero internet, en realidad, nos está llevando en la dirección contraria. Nos alienta a volvernos consumidores narcisistas, expresando nuestros «me gusta» y compartiendo cada detalle de nuestras vidas individuales sin conectarnos verdaderamente con nadie. Esta no es la base para encontrar nuevas maneras de definir el bien y el mal o de establecer significados e intenciones colectivos.

Todo lo que hizo internet fue hacer que a las empresas comerciales les resultara más fácil compilar bases de datos enormes sobre nuestras vidas, pensamientos y deseos. Las grandes empresas luego pasan esta información al gran gobierno. Y es por eso que la conciencia de Snowden lo llevó a compartir secretos de gobierno con todos nosotros.

Tal vez nos haya hecho un favor. Pero no puedo imaginar que sea exactamente la persona a la que el papa Francisco tenía en mente cuando intentaba achicar la brecha entre su fe y nuestra era de individualismo desatado.

Artículo publicado en La Vanguardia.

¿Un mundo dejado de la mano de Dios? Custodia de la Creación

¿Necesitamos recuperar los valores de las diferentes tradiciones espirituales para reforzar una ética y una cultura de la sostenibilidad? ¿Qué valores espirituales cuentan a favor de la conservación de la naturaleza? ¿Para salvar el planeta tenemos que responsabilizarnos de la Creación? ¿Qué papel tienen las creencias y la espiritualidad para superar la crisis ecológica?

Custodia de la Creación
Recientemente el papa Francisco ha resaltado en su homilía de inicio de pontificado la responsabilidad que nos afecta a todos de custodiar la tierra, la belleza de la naturaleza, y de tener respeto por todas las criaturas y por el entorno en que vivimos. Concretamente lo ha expresado de la forma siguiente: “Seamos custodios de la Creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro y del medio ambiente”.

Esta frase nos da pie a reflexionar sobre la necesaria dimensión espiritual de la cada vez más profunda conciencia ecológica en nuestro tiempo y de la conveniencia de ir más allá de los valores de una ética del medio ambiente y del paisaje. Vivimos sin duda momentos históricos que pueden representar la antesala de cambios relevantes en el porvenir de la humanidad. A buen seguro, aunque nos resulte difícil creerlo, vamos hacia una sociedad más armónica, más sostenible, de mayor empatía, y hacia una nueva era en las relaciones humanas.

Decae el viejo paradigma basado en el crecimiento material y en el progreso tecnológico y científico sin límites que nos aboca hacia un horizonte insostenible, deshumanizado, delirante y sin sentido, y emerge lentamente un nuevo paradigma que todavía no podemos definir con precisión del todo, pero que intuimos más humanista y espiritual. Iniciamos justo ahora el kairós de esta larga transición hacia una nueva etapa evolutiva de la humanidad, aunque de momento nos queden años de gran tribulación y oscuridad hasta alcanzar ese horizonte de esperanza.

Estamos inmersos de lleno en una crisis global y sistémica, en un momento de cambio profundo, donde tenemos la oportunidad de mejorar y humanizar los modelos de progreso y los sistemas tecnocientíficos de funcionamiento que han regido hegemónicamente en el mundo durante los últimos siglos. Todo un privilegio para nuestra generación, aunque lo vivamos desconcertados, con grandes incertidumbres, y a menudo de forma amarga y dolorosa. No obstante, no podemos negar que al mismo tiempo resulta una etapa interesante, de regeneración y renacimiento, creativa y estimulante.

En estos momentos está aumentando la conciencia colectiva de lo que no funciona. Constatamos la necesidad de pasar de un mundo y una ciencia mecanicista a otro mundo con visión holística, que nos vuelva a conectar con la naturaleza.

Percibimos e intuimos la necesidad de ser cocreadores de este mundo basado en la materia con el fin de transformarlo en otra realidad basada en la conciencia. Nos estamos dando cuenta de que el universo y el mundo es mental y espiritual. Resulta que al cambiar nuestra visión del mundo, es decir, nuestra cosmovisión, cambiamos nuestros valores, principios, objetivos, estrategias, políticas, acciones y prioridades. Y es entonces cuando iniciamos el Tao, el camino de transformación profunda de nuestra conciencia hacia un mundo mejor en el que atendamos a lo que de verdad resulta esencial.

En este contexto, alcanza una nueva dimensión la custodia de la tierra a la luz de las diferentes tradiciones espirituales con el fin de impedir el dominio expoliador e irrespetuoso del entorno, reconociendo la dignidad del ser humano y de la naturaleza y proponiendo su administración responsable. Dicho de otro modo, habrá que avanzar hacia un desarrollo sostenible basado en el respeto por la biodiversidad, en el justo reparto de los recursos naturales, atendiendo a las necesidades de las generaciones presentes y futuras, cuidando de la vida.

La humanidad de hoy, si consigue armonizar las nuevas capacidades científicas y tecnológicas con una fuerte dimensión cultural, ética y espiritual, alcanzará promover la Tierra como hábitat sostenible a favor de todos los seres humanos, sobre todo de los más desfavorecidos, así como del resto de las especies del planeta.

Interconectar la persona con el entorno, el cosmos y la divinidad forma parte de la esencia de las diferentes tradiciones religiosas y sabidurías espirituales que a lo largo de la historia han enriquecido el patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Raimon Panikkar desarrollaba brillantemente esta idea de conexión con la intuición primordial de una cuádruple naturaleza humana expresada a través de unos centros concéntricos que reunirían todas las facetas de la realidad: tierra y cuerpo, agua y yo, fuego y ser, aire y espíritu. El sabio sería aquel que experimenta y vive esta quaternitas perfecta.

En la imperiosa necesidad de resolver la crisis ecológica y sistémica actual, siendo custodios de la Creación, responsables de nuestro planeta y personas que cuidamos de todos los seres vivos, en la práctica los valores éticos y espirituales nos ayudan a poner en el centro de todo la dignidad esencial del ser humano con y en la naturaleza, ya que el ser humano es un microcosmos, una imagen del todo, una chispa del fuego infinito.

Artículo publicado en La Vanguardia.

¿Un mundo dejado de la mano de Dios? Naturaleza y espiritualidad

No podemos olvidar nunca que el mundo está en nuestras manos. Las tradiciones espirituales son canales de transmisión de los grandes valores y la presencia acompañante que permite el aprendizaje. La relación que establecemos con la naturaleza revierte siempre en nosotros. Nuestra vida no es ajena a la vida de nuestro planeta. Vivimos en ella, con ella y gracias a ella. La actitud correcta es vivir para ella. Esta verdad reclama toda nuestra responsabilidad para salvar y mejorar la tierra, el agua y el aire. Elementos básicos de los que se alimenta toda forma de vida.

Valores espirituales como la humildad, la sobriedad, el respeto, el agradecimiento hacen de timón para avanzar correctamente en la conservación de la naturaleza. Sin estos valores se actúa con desmesura, con soberbia, con ignorancia. Hay que ser humilde para saber acoger un don tan grande. Hay que ser sobrio para no hacer un uso desmedido. Hay que vivir conscientemente para actuar con el respeto que se merece. Hay que saberse pobre para ser agradecido.

Si no nos responsabilizamos nosotros de la Creación, ¿quién lo hará? Cuesta imaginar una presencia que estropee los elementos vitales como hacemos a menudo nosotros. Somos hijos y, al mismo tiempo herederos, de un gran estallido que denominamos vida y tenemos que responder con responsabilidad. Tenemos que emplear ingenio y fuerza de voluntad si queremos preservarla. Nadie puede apropiarse la vida como manantial universal que es, ni nadie puede ser excluido. Nuestro presente no es exclusivamente nuestro. Lo es también de las generaciones futuras. Toda creencia y toda espiritualidad tienen que suscitar la pertenencia al universo y su participación correcta. Necesitamos un mirar amplio y profundo para poder entender y amar todo el alcance de la realidad. Este mundo es salvable. No obstante, no hay peor situación, para perderlo todo, que la desidia y la ignorancia. Los valores espirituales tienen que vincular a un todo que está muy presente y próximo, y a una trascendencia que es origen y destino con un compromiso de hechos prácticos.

La continuidad del planeta, y con ella la de todos los seres vivos, está en nuestras manos. Si sabemos ver y vivir el presente como el germen del futuro podemos abrir respuestas responsables que transformen situaciones de alto riesgo. El futuro no es un espejismo si es la expansión del presente. Pero cuando el presente no se vive con compromiso e integridad el futuro puede ser un auténtico desbarajuste. Vivir correctamente el presente hace posible un mañana habitable para todo el mundo.

Artículo publicado en La Vanguardia.

¿Humanos o posthumanos? Singularidad tecnológica

¿Estamos dispuestos a aceptar una especie humana mejorada tecnológicamente a partir de la transformación radical de sus condiciones naturales? ¿Se está produciendo ya la singularidad tecnológica que dará lugar a un salto evolutivo irreversible del género humano hacia el posthumano? ¿Qué papel tienen la conciencia, la ética y la democracia para controlar los abusos en este proceso?

Singularidad tecnológica
Para el ingeniero de Google Ray Kurzweil, la singularidad tecnológica o Singularidad está cerca. Nuestra especie está a punto de evolucionar artificialmente y convertirse en algo diferente de lo que ha sido siempre. ¿Estamos preparados para afrontarlo?

La Singularidad será un acontecimiento que sucederá dentro de unos años con el aumento espectacular del progreso tecnológico debido al desarrollo de la inteligencia artificial. Eso ocasionará cambios sociales inimaginables, imposibles de comprender o predecir por cualquier humano anterior al citado acontecimiento. En esta fase de la evolución se producirá la fusión entre tecnología e inteligencia humana. Finalmente la tecnología dominará los métodos de la biología hasta dar lugar a una era en que se impondrá la inteligencia no biológica de los posthumanos que se expandirá por el universo.

Kurzweil pronostica que el siglo XXI marcará la liberación de la humanidad de sus cadenas biológicas y la consagración de la inteligencia como el fenómeno más importante de nuestro universo. Los ordenadores tendrán una inteligencia que los hará indistinguibles de los humanos. De esta forma, la línea entre humanos y máquinas se difuminará como parte de la evolución tecnológica. Los implantes cibernéticos mejorarán a los seres humanos, dotándolos de nuevas habilidades físicas y cognitivas que les permitirán actuar integradamente con las máquinas.

Hace falta decir que Kurzweil es un insigne representante de la ideología transhumanista muy extendida en ámbitos científicos que desarrollan tecnologías NBIC (nanotecnología, biotecnología, tecnología de la información, ciencia cognitiva) y otros como inteligencia artificial, robótica o neurociencia espiritual, así como entre filósofos, intelectuales, financieros y políticos que buscan una finalidad: la “mejora” de la especie humana, el cambio en su naturaleza y la prolongación de su existencia.
El filósofo Nick Bostrom ha definido el transhumanismo como “un movimiento cultural, intelectual y científico que afirma el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana, y aplicar al hombre las nuevas tecnologías, a fin de que se puedan eliminar los aspectos no deseados y no necesarios de la condición humana: el padecimiento, la enfermedad, el envejecimiento e, incluso, la condición mortal”.

Según esta visión, hay que diferenciar entre transhumano y posthumano. El primero sería un ser humano en transformación, con algunas de sus capacidades físicas y psíquicas superiores a las de un humano normal. En cambio, un posthumano sería un ser (natural-artificial) con unas capacidades que sobrepasarían de forma excepcional las posibilidades del hombre actual. Esta superioridad sería tal que eliminaría cualquier ambigüedad entre un humano y un posthumano, completamente diferente y más perfecto.

Por otra parte, la visión Smart City propone que el hábitat humano mejore tecnológicamente a través de la llamada inteligencia ambiental. Las tecnologías aplicadas al territorio y a la ciudad entendida como un sistema de información permitirán abstraer esta información de su soporte físico material, integrándola en un sistema operativo externo que facilitará una gestión urbana más inteligente.

¿Se implementará en los próximos años una noocracia democrática basada en la inteligencia colectiva, la sincronización global de la conciencia humana y el poder distribuido horizontalmente? ¿O bien el desarrollo de la Red como Supercerebro de Gaia comportará un totalitarismo cibernético?

Estamos ante un gran debate sobre el futuro de la condición humana, la organización social, el hábitat urbano, el misterio de la iniquidad, y nuestra relación con el orden natural que rige el mundo y el cosmos. Con el fin de abordarlo hace falta una gran dosis de prudencia y responsabilidad. El proyecto humano es abierto. La integración cognitiva será clave en esta etapa evolutiva del hombre y la noosfera. Necesitaremos un humanismo fundamentado en la conciencia universal, abierto a la Trascendencia, centrado en la libertad y dignidad de la persona, en su esencia, belleza y perfeccionamiento integral. El ser humano es aquel que equilibra condición biológica y dimensión espiritual. Los mecanismos clave de la evolución humana son el amor y el altruismo. La evolución va hacia el Espíritu.

La racionalidad del cosmos puede entenderse mediante la ley natural, fundamento del derecho positivo y de la ética universal que identifica el bien común en cada momento y situación. La conciencia, en sentido amplio, los principios morales, y una democracia adelantada y justa, permitirán fijar medidas de autocontrol y definir los límites infranqueables ante las nuevas tecnologías, con el fin de evitar, en el futuro, el dominio absoluto de unos cuantos posthumanos sobre el resto de la humanidad.

Artículo publicado en La Vanguardia.

¿Humanos o posthumanos? Bioética de la ‘mejora’

El filósofo Albert Camus afirma que “el hombre es la única criatura que rechaza ser lo que es”. Este inconformismo explica el éxito evolutivo del Homo sapiens: nuestra extraordinaria capacidad de adaptación al medio, desde las sabanas africanas hace 40.000 años al espacio exterior. El transhumanismo quiere introducir artificialmente unas mejoras (genéticas, orgánicas, tecnológicas) en el hombre con el objetivo declarado de hacerlo más feliz. Nos podemos imaginar, no ya los deseables resultados de la medicina regenerativa o la robótica, sino verdaderos ciborgs (seres biónicos), con chips integrados que les permitan interactuar mentalmente con otros individuos y con superordenadores o androides. O bien, superatletas que representen el dopaje fisicoquímico perfecto y dejen atrás nuestros Usain Bolt o Ryan Lochte.

Esas modificaciones neuronales/conductuales también podrían alterar nuestros procesos deliberativos, comprometiendo nuestra libertad.
Hay que reflexionar prudentemente y dotarnos de regulaciones adecuadas que respeten los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que son primordiales para todo el mundo. Sin embargo, la mejora humana promovida por el transhumanismo comportaría a la larga la desaparición de lo que somos ahora, quizás pasando por una más o menos larga sumisión a los nuevos posthumanos. ¿Estamos preparados para eso o bien pensamos que hay que conservar nuestro patrimonio genético –cuya manipulación es objetivo prioritario de los transhumanistas– y seguir siendo hombres, con nuestra dignidad inalienable? Los códigos bioéticos prohíben la modificación genética de las células de la línea germinal, precisamente con el fin de evitarlo. Cada día conocemos mejor nuestro genoma, pero también crece lo que desconocemos.

¿Pensamos de verdad que unos seres posthumanos superdotados física y cognitivamente serían más felices? ¿Queremos acabar convirtiéndonos en sociedades totalitarias, como las reflejadas en los filmes Gattaca o La isla o, el más reciente Elysium, en el que estos posthumanos dominan y desprecian a los humanos normales? ¿Sería justo que unos cuantos –seguramente los más ricos– tengan acceso a todas estas mejoras, mientras una gran mayoría queda al margen? El hombre ha triunfado evolutivamente porque ha estado y es cooperativo, no cuando es egoísta. Albert Einstein decía que “Dios no juega a los dados”; a ver si seremos ahora los hombres los que jugamos, pero mucho cuidado, porque el riesgo de perder será nuestra desaparición como especie.

Artículo publicado en La Vanguardia.