El poeta estadounidense E. E. Cummings dejó dicho que «el mundo de lo hecho no es el mundo de lo nacido». En el caso de nosotros, los humanos, que nacemos sin saber hacer lo que más y mejor nos caracteriza (caminar erectos, hablar, fabricar y usar instrumentos), ambos mundos parecen integrarse. La cuestión es y ha sido: ¿en qué medida y de acuerdo con qué pautas?
David Hume se preguntaba si el niño que teme a la oscuridad no habrá aprendido ese miedo en brazos de su niñera. Pero Steve Pinker cree que existen miedos y fobias universales; las arañas y las serpientes, por ejemplo, siempre asustan como resultado de una exigencia evolutiva impuesta a nuestros ancestros. Aunque en Nueva Guinea los niños cazan arañas de notables dimensiones para comérselas después de quitarles las patas y los pelos; en cuanto a las serpientes, los neoguineanos explican el miedo que provocan en los occidentales por la incapacidad de estos para distinguir las especies venenosas de las inofensivas. Comentando el caso con una persona versada en el tema desde la vertiente de la biología, me dijo que las razones de esta excepción habían de buscarse en la cultura de los naturales del lugar y no en sus genes. Pero si ello es así, si lo adquirido es capaz hasta ese extremo de modificar lo innato,¿qué sentido tiene esforzarse por encontrar en los genes la explicación de conductas culturales como el machismo, la homosexualidad o la fe religiosa?
Ante un paso a nivel sin barrera (tomo el ejemplo del antropólogo Tim Ingold) es preceptivo encontrar un aviso que nos incite a detenernos, a mirar y a escuchar y no, meramente, a mantenernos en pie, ver y oír. De nuestra capacidad para hacer estas tres cosas, no hay duda de que los genes pueden darnos explicación; no es tan seguro que puedan hacer lo mismo para el caso de comportamientos intencionales como los tres primeros. Pero, además, el aviso encierra una advertencia implícita: una vez dejado atrás, las consecuencias de lo que hagamos son de nuestra entera responsabilidad. Que los genes sean una condición de posibilidad indispensable para nuestros comportamientos intencionales es, en realidad, un truismo, puesto que lo son de cualquier cosa que ponga en juego nuestra existencia misma. Algo distinto es afirmar que son la causa de esos comportamientos y que, en último extremo, explican nuestros actos responsables. De momento, parece más bien que su éxito popular se deba a la facilidad con que se prestan a aparecer como coartadas de la irresponsabilidad.
Artículo publicado en La Vanguardia