Ya lo decía Winston Churchill: «El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo». Sin embargo, seguimos creyendo que el fracaso nos lleva a ser considerados perdedores y por eso lo escondemos, no lo reflejamos en nuestro currículum y no lo vivimos como un camino hacia el éxito. ¿Cómo podemos cambiar esta percepción?
La idea de que «debemos aprender del fracaso» es un clásico que con frecuencia desatendemos. Para poder hacerlo, deberíamos primero reconocer que hemos fracasado, lo que no suele ser fácil; y después sacar las conclusiones de un análisis lo más desapasionado posible, lo que es más difícil todavía. Mary P. Follet, una de las autoras pioneras del management, ya se pronunciaba en este sentido en 1927. Contaba de un emprendedor que había tratado de construir una máquina de hielo que no funcionó. Cuando un amigo le dijo que sentía que hubiera fracasado, él le contestó que no había fracasado: efectivamente, la máquina no funcionaba, pero como experimento era un éxito notable. Se aprende igual en los fracasos que en los éxitos, añadía. Posiblemente haya que ir más allá y decir que en los fracasos se aprende más, porque el éxito frecuentemente ciega los ojos de la persona y le hace creer que se debe a cosas que no son, sin pensarlo más, porque si ha habido éxito ¿qué más tenemos que pensar? Con repetir basta…
Es muy posible que tengamos como sociedad un temor al fracaso superior al que indicaría la prudencia bien entendida. En el mundo empresarial, el riesgo es algo consustancial a la innovación, y por tanto con la competitividad y el desarrollo de la empresa a largo plazo. Desde este punto de vista, es importante tener presente dos cosas: que el aprendizaje se da siempre y que este aprendizaje va construyendo un «activo de conocimiento» en forma de la experiencia de las personas, que acaba marcando, se quiera o no, la calidad de sus decisiones futuras, así como las implantaciones de las mismas.
Una parte fundamental del funcionamiento de toda empresa son las interacciones entre personas, tanto en el seno de la propia empresa (colaboraciones, trabajo en equipo, coordinación…) como en los contactos de la empresa con su entorno (entre vendedores y clientes, entre compradores y proveedores, entre directores financieros y bancos…). Todos los involucrados aprenden de cada interacción, quieran o no, sea cual sea la enjundia de la misma y tanto si la misma es exitosa o acaba en fracaso. Así es, al fin y al cabo, la naturaleza humana.
Pero el aprendizaje puede ser de distintos tipos. Tendemos a fijarnos sólo en la acumulación de conocimiento, pero también hay aprendizaje en las habilidades y en las actitudes. Y entonces nos daremos cuenta de que puede ser positivo (ir en una dirección de mejora) o negativo, empeorando para el futuro, adquiriendo vicios en nuestras habilidades o adoptando actitudes que dificulten futuras interacciones. Por tanto, el aprendizaje es una parte del resultado de cualquier interacción además del más explícito y por eso más observable y medible (en empresa, el resultado económico-financiero, por ejemplo), que por ello con frecuencia acaba considerándose implícitamente como el único, independientemente de que se haya producido un aprendizaje positivo en el sentido anterior. Y cuando nos hacemos el propósito de «aprender de los fracasos» debemos buscar lo que de positivo pueda haber en el proceso que nos ha llevado a ese tipo de resultado; como también deberíamos buscar qué hay de negativo (que siempre hay algo) en procesos que por el criterio convencional calificaríamos de «éxito».
En definitiva, deberíamos ampliar el tema, y hablar de «aprender de los éxitos y de los fracasos», entendiendo que de ambos pueden aprender las personas involucradas por razón de su participación en el proceso que condujo a los mismos. No hacerlo, olvidar, incluso contemplarlo, es despilfarrar un aprendizaje que, de hecho, ya se produjo y que nos llevamos puesto.
Existen, obviamente, cuatro posibilidades correspondientes a las posibles combinaciones de resultados económicos positivos o negativos, y resultados de aprendizaje también de uno u otro signo. Deberíamos considerar el balance de resultados completo de cada situación. Las que combinan un resultado positivo con otro negativo son las más interesantes. ¿Hemos conseguido un buen resultado económico –lo que sin pensar mucho se considera un éxito– a base de engatusar al cliente? ¿Qué hemos aprendido y qué creemos que habrá aprendido el cliente? ¿Nos parece todo positivo? ¿O hemos obtenido un mal resultado económico –un fracaso– pero genuinamente convenciendo a un cliente con buen potencial futuro?
Reflexiones de este estilo, planteadas para explicitar los buenos y malos aprendizajes y hacer planes para su aprovechamiento es lo que deberíamos mejorar en la empresa y su entorno, encauzándolos en positivo para el futuro. En las empresas, los directivos y sus colaboradores a todos los niveles, aunque aquellos deben entender que tienen más responsabilidad en el empeño y que no pueden rehuir ejercer el papel de mentor (¿coach, diríamos ahora?) como una parte de su labor que pone de hecho encima de la mesa el tan manido tema de la ética en los negocios. Y también en las escuelas de negocios…, otro tema para el que no disponemos ahora de espacio.
Artículo publicado en La Vanguardia