Vivir es sinónimo de dinamismo y evolución. Esto se traduce en la consabida sucesión de etapas que aprendimos en la escuela bajo el nombre de ciclo vital: nacer, crecer, reproducirse y morir. Quizás le deberíamos añadir envejecer, un periodo que, con los avances en higiene, alimentación y prevención de algunas enfermedades, se ha logrado prolongar de una manera satisfactoria.
Sabemos muy bien que envejeceremos; sin embargo, a pesar de tal certeza, nos cuesta aceptar los efectos del paso del tiempo; toleramos mal el deterioro progresivo de las funciones fisiológicas o la pérdida de agilidad física y mental.
En la era veloz del usar y tirar –amante de resumir ideas en 140 caracteres–, vivimos una exaltación de la juventud que, implícitamente, equipara el hecho de envejecer con pérdida o salir de la circulación. Lentitud suena a sinónimo de ineficacia, y se cree erróneamente que la sabiduría está en Google y no en la experiencia para aplicar la información adecuada en el momento preciso. El aspecto físico no queda a salvo: parece que la arruga dejó de ser bella; ¿estará relacionado con la superficialidad progresiva de la sociedad?
Entre cuidarse y obsesionarse, ¿dónde está el límite? ¿Medicamentos para no cansarnos tanto y poder seguir corriendo maratones? ¿Cirugías plásticas anuales para eliminar hasta la saciedad arrugas y flacideces inoportunas? ¿Productos para tener relaciones sexuales con el vigor de los veinteañeros?
Quizás el problema no sea estar a favor o en contra de los avances, sino que radique en el empeño vano de detener el ciclo vital porque lo marcan los cánones de la moda, como una forma de esconder ingenuamente la cabeza debajo del ala.
¿Y si nos preparásemos para afrontar mejor y con mayor naturalidad esta etapa? Hace siglos, Cicerón dijo: “El viejo no puede hacer lo que hace un joven; pero lo que hace es mejor”; Ingmar Bergman lo expresaba de un modo más gráfico: “Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.
Ver la vejez de este modo es un aprendizaje que debe empezarse desde jóvenes. Quizás se trate de vivir con intensidad y a consciencia, así como de saber adaptarnos a los distintos momentos vitales. Porque, si algo sabemos con certeza en la vida, es que nada es eterno, ¡y mucho menos la juventud!
Artículo publicado en La Vanguardia